Cuando uno tiene una obsesión deja de ser coherente. La capacidad de razonamiento disminuye, y es el corazón el que manda. Una fuerza mayor que empuja y empuja hacia un lugar, casi siempre ilógico. Cuando se está a su merced, la obsesión se vuelve cíclica, parece que uno la supera pero, luego de una etapa (efímera) vuelve a aparecer. Esto se potencia aún más cuando el objeto de deseo es un amor. En mi caso, una mujer. Podré pensar, razonar, intentar discutir conmigo mismo si vale la pena o no obcecarse con tal o cual mujer, pero nunca lo podré negar. La obsesión destruye a la negación. En este momento estoy pensando en ella, una vez más, y me digo a mí mismo: no es para vos, no te conviene. Pero aún así, ella aparece fabulosamente en mis pensamientos. Estos sentimientos, que marcan mi comportamiento diario e influencian mi vida, son inmanejables. No hay forma de luchar contra ellos. Digitan actitudes, reacciones, obligan a cuestionarse una y otra vez a uno mismo. Si hay salida o no, depende de cada uno, y de cuán metida está la obsesión en su interior.
El enamoramiento, rey de las obsesiones, es una estrella que alumbra nuestra vida en una noche que parece eterna. Ciegamente, nos obliga a transitar caminos que creíamos incompatibles con nuestro ser pero que, a la vista del amor, relucen ante el andar propio de quien está obsesionado.
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